viernes, 9 de noviembre de 2012
"Museo de la pasión boquense: corazón xeneize"
Brandsen 805. En ese punto convergen una pasión prohibida y el orgullo del barrio de La Boca, en Buenos Aires. Ahí está el estadio de Boca Juniors, conocido con el nombre de La Bombonera. Está también el museo del club, que lleva el acertado nombre de Museo de la pasión boquense.
En este barrio, un hincha se parece a un fanático religioso. En las tiendas aledañas a La Bombonera solo se venden camisetas con los colores azul y amarillo del club. Hay estatuas sedentes para que los visitantes se tomen fotografías. Dos dólares por una foto con el goleador Martín Palermo y tres por una con Diego (¿hacen falta los apellidos?). A propósito, a la entrada del templo (mejor dicho, museo) hay una estatua del diez, o dios -como lo consideran algunos argentinos-, cantando el himno en el Mundial de 1986.
EL BARRIO, EL MUSEO
El recorrido empieza con la narración de una breve historia del club, que según todos los registros, nació en 1905. El nacimiento de Boca Juniors es un mito que le gusta alimentar a Juan Ignacio Elías, el guía que conduce a un grupo de turistas mexicanos, ingleses, brasileños y bolivianos. En el principio –dice bíblicamente- Boca y su archirrival River eran una sola carne. Hubo diferencias irreconciliables entre los jugadores, que formaron distintos clubes, y terminaron acordando un partido para dirimir quién se quedaba en el barrio. Perdió River y tuvo que abandonar el paraíso, al que hoy detestan, dicen los de Boca.
El museo y el estadio están a un par de cuadras de Caminito, la calle inmortalizada en el tango que compuso Juan de Dios Filiberto. En este punto reside esa otra pasión argentina, esa que se baila. “Sierpe de lupanar”, le decía el escritor Leopoldo Lugones a ese baile lascivo para los cánones de mediados del siglo XVIII. De qué otra manera se iba a bailar, si el tango nació en las casas de cita.
Tenía una mala reputación, el barrio. Furcias, tango y malevaje eran el cóctel de La Boca. Y después llegó ese invento de los ingleses que era el ‘football’. Pero se vivía bien, como recuerda Claudio Tacconi, un empresario que nació en La Boca y ahora atiende su negocio de televentas en la calle Adolfo Alsina, por el centro de Buenos Aires. “¿Te acordás (con esa costumbre porteña por el tuteo) de esa escena de El Padrino cuando el viejo sale a saludar a la banda? Era en Sicilia. Bueno, para mí no era extraño. Mi padre salía a recibir a los músicos con comida y bebida. Como en la película”.
Los domingos la gente sacaba sillas y tomaba vermouth con queso en plena calle. Los hijos de Claudio no creen que así se vivía en La Boca; que eran frecuentes los bailes familiares y que el policía de la esquina era siempre el mismo y conocía la vida y milagros de todos los vecinos. Tampoco creen que el médico tenía la historia clínica de todos en la cabeza y hasta el gerente del banco tenía la vivienda en el mismo lugar donde trabajaba.
El sentido de pertenencia era muy fuerte, al punto de que los chorros (asaltantes) jamás tocaban, siguiendo un código no escrito, a alguien del barrio. “Además, solo robaban, no mataban”, narra Tacconi.
Los domingos de fútbol están anclados en las memorias de la infancia de este empresario. En esa época encontrar a un carterista en las graderías era todo un escándalo, pero cree hoy que la inseguridad es tanta que no ha llevado a sus retoños al estadio. “Por si acaso”.
También ha explicado a sus hijos que la palabra ‘xeneize’ se utiliza para designar a los genoveses en su propio dialecto. Los fundadores del club fueron cinco inmigrantes de esa zona de Italia, así que no pasó mucho tiempo hasta que el mote fue adoptado.
‘Bostero’ es el otro nombre de los boquenses. Aclara Claudio Tacconi: “Había un cementerio de barcos en un recodo del río. Siempre olía mal, a bosta. Por eso nos dicen así”. Queda por aclarar lo de ‘Juniors’. Era una moda inglesa, patria del juego. Abundan los clubes que llevan palabras inglesas (Newell’s Old Boys, River Plate, Blooming, Destroyers, The Strongest). Además, la palabra ‘juniors’, según se sentía entonces, les daba cierto brillo en un barrio que tenía la reputación que ya se sabe.
UNIFORMES. No está la polera rosada que alguna vez usaron. Hay una a rayas blancas y negras
OLOR, MÚSICA, COLOR
El sentido de pertenencia en La Boca es muy fuerte. Ojo con nombrar a River en este lugar. Veamos una anécdota. Antes de iniciar el periplo por La Bombonera, el guía pregunta de qué equipo son hinchas los visitantes. ‘Fluminense’, se oye con acento brasileño; ‘Oriente’, dice una pareja de cruceños; ‘Chivas’ -dice con fervor un mexicano alto y gordo-, ‘pero también me gusta River’. Error. Error. Cambio de cara del guía. La expresión serena se convierte en una media risa autosuficiente y comienza, en tono broma-de-tribuna con chistecitos homofóbicos (“claro, si te gusta River a vos no te deben gustar mucho las mujeres. Quedate ‘tranquila’ y disfrutá del tour”). Desde entonces, se instala entre guía y turistas un ambiente de amena hostilidad, como se estila entre hinchas contrarios.
Palabras del guía: “Señoras y señores, he aquí La Bombonera. Su nombre oficial es Alberto J. Armando. Ya saben que se llama así por su parecido a una caja de bombones”.
Desde los palcos parece que se puede tocar a los jugadores, y ni qué decir de que estos oyen hasta el último susurro de los bochincheros hinchas. Es el escenario perfecto para ejercer la presión sicológica como Freud manda y como le gusta a Diego, que tiene su butaca a perpetuidad, convenientemente aislada y estratégicamente elevada para que los 49.000 espectadores que admite La Bombonera lo vean abrazar, gritar, insultar y celebrar. Es el único sitio que tiene instalado un frigobar.
MEMORIA. Todas las glorias y las alineaciones están registradas. Se las puede ver una y otra vez en las pantallas. Boca, campeón del mundo tres veces, es una de las más recordadas
Debajo de la curva de los hinchas están los vestuarios y las duchas para el equipo visitante. El fragor de gargantas de la mitad más uno (así se le dice a la hinchada) intimida a los rivales y los saltos retumban en el vestuario. No hay butacas en esta zona, pensada precisamente para zapatear y romper la concentración del rival.
Las duchas son espartanas: un simple grifo que se conseguiría barato en el mercado de los ferreteros y una cerámica beige del montón. No hay separadores que resguarden la intimidad, y no es excusa que el estadio haya sido inaugurado en 1940.
El museo, en cambio, es otra cosa. Ha sido pensado como un museo temático. Cuando Mauricio Macri presidía el club (1995-2007), visitó el museo del Barza en Barcelona y de esa visita se tomaron varias ideas. La empresa Museos Deportivos empezó a trabajar en el concepto y se demoró dos años hasta que tuvo todo a punto.
Lo obvio es mostrar, lo difícil es saber cómo. Con una vitrina bien arreglada basta para exhibir el par de botines que usó el gran Martín Palermo, que fulminó al Real Madrid de Roberto Carlos en Tokio y se trajo la Copa Intercontinental en 2000; está la piedra fundamental de La Bombonera, colocada en 1938; el libro oficial de la gira que hizo Boca por Europa en 1925, cuando perdió solo uno de los 19 encuentros que sostuvo; la copa de 1931, la primera que ganaba un equipo profesional argentino; las entradas de la Copa Intercontinental que ganó en la mismísima Alemania, destrozando al Borussia Dortmund 3 a 0 en 1978. Está la guitarra azul y amarilla con el logo del club que tocó Lenny Kravitz en 2005.
Y las camisetas. Una pared de casi diez metros de altura las muestra a todas, menos la rosada que, según la leyenda, fue la primera que lucieron los jugadores y que luego, por las bromas, desecharon. Hay una a rayas blancas y negras que dio paso a los colores que hoy se usan. Cuenta el guía que se decidió ponerle al club los colores del primer barco que apareciera en el puerto. Llegó un navío sueco y desde entonces se usan el azul y el amarillo, los colores de la bandera de Suecia.
ESCENARIO. Tan cerca de los palcos está el gramado, que hasta se podría pedir el número de teléfono a los jugadores
Sigue el recorrido y aparece la camiseta que intercambió Pelé con un jugador boquense cuando el Santos de la década de los 60 ilusionaba a todo el mundo. Pausa. Empieza la encuesta obligada. “¿Quién creen ustedes que es el mejor jugador del mundo?”, desafía el guía. Los argumentos de siempre surgen: “Maradona jugó en ligas más exigentes”; “Pelé es un mejor ejemplo de vida”. Al final, solo queda levantar la mano. Gana Pelé, pero eso no impide que el guía siga bromeando: “Las líneas blancas están despintadas porque las aspiró Diego”.
Trofeos y fotos hay a montones. Las más grandes son las de la trinidad boquense (Diego, Palermo y Juan Román Riquelme). Está registrado el nombre de Milton Melgar, el único boliviano que ha jugado en Boca y River.
Varias pantallas permiten ver los goles, las atajadas, los cantos de las barras y una recreación de la vida diaria en el barrio. Toda una experiencia multimedia pensada desde el orgullo y la pasión.
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